domingo, 28 de febrero de 2010

miércoles, 17 de febrero de 2010

Matando dragones


Muchos (ellos y nosotras) nos preguntamos el por qué de esa aparentemente irreconciliable rivalidad entre mujeres. Es curioso, porque tampoco se nos escapa cuando se da entre hombres, pero quizá tendemos a simplificarla. O puede que ella misma sea simple, sin más. Por qué rivalizan los hombres, teóricamente? Por el poder, por las mujeres. Por ser los machos alfa, dirían en un documental, o los gallos de la quintana, diría mi abuelo. Dicha rivalidad puede ser durísima, violenta, brutal. La testosterona y esas cosas. Y, al mismo tiempo, parece que todos (ellos y nosotras) tengamos asumido que, en realidad, los hombres son noblotes por naturaleza y no se toman demasiado en serio ni siquiera a sí mismos. Dos tíos pueden romperse los tobillos a patadas para demostrar cuál de ellos maneja mejor una pelota, pero finalizada la competición, supuestamente, se estrecharán la mano y beberán juntos.

Por qué rivalizan las mujeres? Es también por el poder y por los machos? Realmente somos las mujeres más retorcidas, más envidiosas, más pérfidas y rencorosas que ellos? Y, si es así, por qué se da al mismo tiempo una relación tan mágica, tan brujeril, tan de hermanas, tan inexplicable entre nosotras, o al menos entre aquellas de nosotras que logramos entendernos, que nos empeñamos en tejer lazos secretos no siempre comprensibles desde fuera? Qué hace que tías completamente diferentes entre sí, con edades dispares, con ideas irreconciliables, procedentes de mundos distintos, se reconozcan como iguales y sean amigas?

Parece que los hombres necesiten pocas palabras e incluso pocos gestos para ser amigos. A lo largo de la historia se les ha educado para eludir la ternura, para comportarse de un modo parecido al de los lobos: juntos en manada pero cada cual por libre. Nosotras parloteamos incansablemente, nos tocamos, nos recordamos. Incluso las "poco femeninas", las más alejadas del cliché, las esteparias, erizas y despegadas tenemos nuestros momentos, nuestros rituales, nuestras maneras más o menos convencionales de mantener viva esa llama extraña. Dos hombres pueden ser amigos y definirse como tales sabiendo apenas cuatro detalles de la vida del otro. Callando juntos, sin más. No dudo que eso requiere cierta complicidad. Las mujeres tendemos a compartirnos, y, diré más, a adivinarnos. No sé por qué razón.

Imagino que todo este rollo místico viene de muy atrás, del unirse para compartir secretos y enseñanzas vedadas, del afán por apoyarse y sobrevivir en un mundo que era de ellos, creado por ellos, mandado por ellos, etiquetado por ellos. Toda esa herencia debiera haber originado un compañerismo (un comadreo, quizá) a prueba de cualquier cosa, una solidaridad absoluta. No caeré en la monserga fácil de si el asunto se estropearía cuando la historia se empeñó en hacernos santas o putas, garantes de las honras, moneda de cambio, repudiada o favorita. Quizá empezó por ahí. Divídelas, porque juntas no harán nada bueno. Si fue así, aún no nos hemos apañado para solucionarlo, cayendo en trampas viejas y en otras nuevas que todas conocemos. Pero ponerse a filosofar alargaría demasiado esta reflexión (que ya será demasiado larga, como siempre).

La sabihonda Mafalda adora a su madre (salvo por la sopa) pero no pierde ocasión de soltarle lindezas del tipo: "tranquila, mamá, que yo no voy a ser una mediocre como vos". Es brutal, es espantoso, pero es cierto, maldita sea. Pareciera que desde que el mundo es mundo las mujeres han recorrido inexorablemente esa senda de liberación que implica esfuerzo, lucha... y matar a la madre. Asesinar a sangre fría (y con enormes culpas) lo que la madre significa. La vida que la madre vivió, todo aquello que quiso, que defendió, que atesoró, sus sueños, sus esperanzas, sus códigos. Es una cosa horrenda, dolorosa, extraña. Es amar a la madre enormemente, respetarla, darle las gracias por todo cuanto hizo y lo que no hizo por una. Y es, al mismo tiempo, tener la certeza de que en muchas cosas "no seré como ella". Lo más antinatural convertido en lo más natural. Seguro que todas entendéis de qué estoy hablando.

Es un espanto eso de que el mundo, el cosmos, la vida, la historia, te pongan en el brete de matar a mamá. De amar ciertas de las cosas que representa y demoler otras sin dudarlo ni un momento. Es terrorífica esa frase (expresada con la crudeza y el relajo infantil) del "tranquila, que no seré como tú". Porque resulta que casi toda madre lo aplaudiría. Hija, sé mejor que yo. Más libre que yo. Chilla más de lo que yo chillé. Quizá de ahí venga el misterio. La esencia. Ese amor odio. Ese rencor a la hija, la joven, la nueva, la rival, la que se atreve (que es el rencor del "yo no me atreví, no pude, no supe, no me dejaron") y a la vez esa admiración, ese quitarse el sombrero ante ella. Esa ambivalencia. Ese dejarse matar por la hija. Ese asumir que la hija te ama y te asesina simbólicamente por lo que no ama de ti o no comprende o no está dispuesta a asumir y emular. Es horrible y hermoso, pura mitología. Ellos matan dragones. Nosotros matamos madres. Es sórdido y cruel, pero también encarna el amor más enorme, el que todo lo entiende. Mátame y sé lo que yo no fui. Yo te aplaudo por ello. Por eso no puede haber nada más visceral y complejo que el amor de madre, supongo.

Por eso, a lo mejor, todas nos amamos y nos odiamos de algún modo. Todas respetamos y alabamos los arrestos de las anteriores, las madres, aspirando al mismo tiempo a superarlos. Todas miramos con recelo a las siguientes, la hijas, sabedoras de que nos ningunearán los principios cualquier día. Y todas contemplamos con curiosidad, temor, envidia, recelo, cariño, admiración, complicidad y desdén a las hermanas, las otras, las rivales, preguntándonos si caminan a nuestro lado o si nos pondrán la zancadilla, si son amigas o enemigas, si pelearán en nuestro bando o tratarán de hacernos polvo, si persiguen lo mismo, si son arietes o piedras en los bolsillos, si nos ayudarán a demoler paredes o nos pondrán rejas en las ventanas. Preguntándonos siempre si la de enfrente es como nosotras o es lo contrario, si nos comprende o no, si compartirá la parcela conquistada o nos disputará el rincón a empujones, si es guerrera o sumisa, si se creyó las normas, si nos colgará las alas o los grilletes.

Un guiño de bruja a todas las brujas. Del clan que sean.

viernes, 5 de febrero de 2010

A la hoguera


Ya he contado otras veces que hasta no hace demasiado tiempo mis relaciones con otras mujeres solían resultar nefastas. Por alguna razón que nunca terminé de entender me llevaba mal con casi todas. La Mamma sostiene que la causa eran mis amigos varones. Porque todos eran varones. Y para mí eran sencillamente amigos. Pero no para las chicas que se les acercaban. Ellas eran las novias, yo la amiga a la que todos trataban como a un tío más. Y, demonios, aunque yo fuera una chica, mis amigos eran ellos. Así que entre irse con las niñas de compras o con los niños de birras... estaba claro. Sí, ayudaba el hecho de que nunca he sido muy femenina para algunas cosas. Supongo que al final terminaba resultando extraña, una presencia incómoda siempre tan cerca de los chiquillos. No lo sé. Asumí sin más que caía mal a las mujeres.

Hasta que el teatro me trajo al Dalai, las manifas a la Guaja, y entre una y otra me fueron trayendo a las demás. Y me soportaron. Porque entonces yo era un erizo desconfiado, siempre dispuesta a sacar las púas y mirar a las tías con los ojos cuadrados. Calculando qué tramarían. Pero no tramaban nada, salvo desmontarme los esquemas y los aguijones. Así que me vi rodeada de hippiosas, reinas de la noche, chicas formales, tacones, rimmel, camisetas de dos euros, caras lavadas, rojas y peperas, lectoras compulsivas, hinchas de Boca, poetas, mamás, violinistas, camareras, maestras, psicólogas, secretarias, abogadas, negro, rosa, rojo, verde y morado. Un sindios tan absurdo que hasta llegaron a preguntarnos si éramos amigas porque queríamos. Resultó que era posible. Incluso entre mujeres de distintas galaxias.

Naturalmente no puedo olvidar al otro akelarre, el virtual. Ese que navega entre Escritophenias, Bosques Mágicos, Verdes Praderas, Bandadas de Pájaros, Rayos y Truenos, Tabernas de Turcos y demás rincones. Cuántas mujeres! Todas de golpe! Y yo que me creía un bicho raro, marginada por mis comadres! Pero no... alguien en algún sitio agitó la varita y se obró el milagro. Uní aquella magia repentina con una viñeta de Mafalda y empecé a entender ciertos misterios femeninos que compartiré en mi próxima entrada. Es una amenaza formal.

Por el momento, lo que os propongo es un experimento a todas, las de este lado y las del otro. Siempre que os apetezca, naturalmente. Me gustaría que me contarais si tenéis alguna marca de nacimiento o algún lunar en sitio raro. Atreveos. Es sólo para confirmar si, efectivamente, las Brujas siempre terminan por encontrarse.