martes, 22 de marzo de 2011

Alguien tiene que pagar


En este país somos muy dados al jolgorio, la fiesta ruidosa, el estruendo, el desmadre. Tenemos fama de vocingleros y nos encanta que se nos oiga de lejos. Cuanto mayor el escándalo, mayor la diversión. De eso saben mucho en Valencia. Nadie les puede discutir que saben cómo liarla por todo lo alto. Lamentablemente siempre tiene que pasar alguna desgracia que empañe la celebración. Este año ha sido un grupito de niños el que ha protagonizado la tragedia. Asistían a un espectáculo pirotécnico y, una vez termidado este, encontraron en el suelo un tesoro: un petardo de enormes dimensiones. Obviamente no tardaron ni medio minuto en encenderlo. El triste resultado no se hizo esperar: un chiquillo ha perdido un ojo y de entre los demás hay varios que han sufrido mutilaciones en las manos.

Naturalmente las familias están deshechas. Hablamos de críos de doce o trece años que, por una travesura, arrastrarán secuelas de por vida. Y estos, al menos, lo pueden contar. No hemos tardado en oír la frase que corresponde en estos casos: "los responsables tienen que pagar". La pregunta del millón es quiénes son los responsables de que unos chavales hagan el indio y terminen heridos. Los padres afirman que la culpa es del Ayuntamiento, que debiera contar con estas cosas y poner a disposición del ciudadano efectivos que se encarguen de comprobar si queda algún elemento peligroso abandonado por ahí durante una fiesta como la que nos ocupa. La empresa pirotécnica se apresura a declarar que el petardo de la tragedia no les pertenece, que seguramente lo adquirió un particular descuidado. El Consistorio, de momento, no se pronuncia. Quién tiene la culpa? Últimamente da la sensación de que los accidentes no existen. Forzosamente alguien debe tener la culpa de todo cuanto pasa. Y pagar, claro. Hay que pagar. Siempre se debe pagar, y casi siempre con dinero. Parece que ya no asumimos (nadie) que algunas cosas suceden por una desgraciada suma de acontecimientos, por puro azar. No, se trata impepinablemente del error de alguien (de otro), nunca nuestro.

A los niños les fascinan los petardos (acaso no fascinan a los adultos? No son parte de nuestro folclore popular?). Dónde estaban los padres de estos críos? Nadie les explicó lo tremendamente peligrosas que son ciertas cosas? Por qué niños de doce años tenían mecheros encima? No nos parecería desproporcionado castigar a esos progenitores por su descuido? Los niños juegan con fuego y a veces se queman. En mi infancia los columpios eran armas mortales, afiladas y casi siempre oxidadas. Los parques no estaban acolchados como ahora. El menor despiste y un niño salía volando de un tobogán, se despellejaba las rodillas, se abrían la cabeza, atravesaban el cristal de una puerta con las manos jugando a pillar o se rompía un brazo haciendo el bestia en un recreo. Y no pasaba nada. Eran accidentes. Me temo que hoy no los asumimos. Siempre buscamos culpables, a ser posible culpables oficiales. Siempre sentimos que se han vulnerado nuestros derechos y que alguien debe pagar por ello. Los padres de estos pequeños se muestran indignados por lo ocurrido, y se excusan diciendo que no se puede tener atado a un chaval de doce años. Me consta que no. Pero quizá entonces habrá que asumir (de nuevo) que a veces se caen. O eso, o tal vez debamos permitir que sean los Ayuntamientos los que nos los aten.

martes, 15 de marzo de 2011

Oposito a mi pesar


Andábamos a vueltas con el Estatuto Básico cuando una feliz algarabía nos interrumpió la clase. Nuestra profe salió escopetada para dar la enhorabuena a las dos nuevas agraciadas funcionarias. A través de la puerta entreabierta los novatos mirábamos a las heroínas en respetuoso silencio.
- Y parecen humanas... - comentó Rocío, provocando una carcajada general.
Una de las chicas aún temblaba de emoción. Preparó el examen en apenas un año, y consiguió su plaza. A la primera. Bien por ella.

Yo tengo mis días. A ratos no doy más de mí. Intento no pensar en las cosas que me faltan por hacer y centrarme en lo que tengo entre manos. Salto de alegría cuando compruebo que ciertas cosas ya se han quedado grabadas y me desespero ante la montaña de leyes y reales decretos imposibles de memorizar. De verdad es necesario todo esto para atender una ventanilla? Cielos. Los juristas son unos seres abyectos y malvados, empeñados en que nadie ajeno al gremio comprenda su maldita jerga.

En pocos días cumplo cinco meses de preñez, lo que me deja apenas tres más de margen para ponerme al día (recordad que los mellizos se adelantan). Eso sin contar visitas médicas constantes, preparativos varios (la habitación sigue sin pintar y me va a llegar un cargamento de ropa antes de tener armario) y, sobre todo, un cansancio aplastante. Lo de los pies se arregla teniéndonos al fresco (así al menos no molestan, aunque mis uñas hayan tenido la graciosa ocurrencia de agonizar lentamente justo ahora), pero la espalda me sigue cantanto el miserere. La migraña me da algunas treguas últimamente, eso sí. Se agradece no sentir un martillo hidráulico sobre los ojos de la mañana a la noche, pero parece que nada conseguirá quitarme esta niebla cerebral que me mantiene ida, lenta, torpe y amodorrada. Cómo se conjuga eso con lo de aprenderse artículos y más artículos? (Terminaré confundiendo los de la Constitución, los del Estatuto de Autonomía, los del Convenio Regulador y los de la Madre del Cordero Lechal). Y aún no he logrado reaprenderme el sistema métrico. A vueltas con decámetros y hectolitros, como una cría de primaria. A mis años.

El caso es que yo siempre detesté estudiar. Siempre. Cumplía con lo que consideraba un deber y tuve la suerte de sentir una vocación que se solventaba con tres años de llevadera diplomatura. Lo que no sospechaba yo por entonces era la situación laboral que me esperaba y que me ha convertido en eterna estudiante. Quería terminar pronto y empezar cuanto antes a ganarme el pan. Y aquí estoy, enterrada en apuntes odiosos. Pero ya se sabe: tú haces planes y los dioses se descojonan. No sé si puedo con esto. Seguramente puedo, pero lo detesto. Que Santa Rita Hayworth me ayude.

viernes, 11 de marzo de 2011

Sesenta


Por cosas del azar este día tuyo coincide con no pocas desgracias, como si fueras una heroína trágica marcada por los hados. Se cumplen ya varios años de la infamia que sacudió Madrid, y unos cuantos más de aquel naufragio que pudo dejarme huérfana pero decidió salvaros a ti y al Pater, llevándose, eso sí, a grandes amigos por delante. Sé, porque te conozco, que hoy piensas en todos ellos con pena, cariño y nostalgia. También sé que, aunque no lo admitas, te sientes un poco cohibida ante cifra tan impresionante. Crees que ya eres vieja y eso te entristece un poco. Y lo comprendo. Por un lado celebro cada segundo de tu vida, y por otro quisiera restarte varios años, confiando quizá que semejante magia pudiera servir para dejarte a mi lado más tiempo. Mucho más.


Siempre sospechaste que le queríamos más a él, por extravagante, por personaje, por vivido, por viajado, por inteligente y leído. No era así. Sencillamente nos sobraban meses para extrañarle y la distancia conseguía que su imagen fuera idílica a nuestros ojos. Qué niño no querría un padre pirata? Cuánto más sencillo es ser el alegre, el despreocupado, el cómplice, el anhelado, cuando se está lejos, cuando la rutina no impone sus normas y sus riñas? A él le tocaron en suerte las cartas divertidas, las fotos de aventuras y los regresos con regalos. A ti, en cambio, los garbanzos, las malas notas, las gripes, la edad del pavo y las peleas para salir hasta tarde. Sin duda fue mucho más ingrato, pero todos crecemos, y vemos, y entendemos. Y llegamos a la conclusión de que eras tú la que estaba siempre. La que sigue estando.


Sufres porque querrías tenerlo todo para dárnoslo. Sufres porque no te alcanza para enterrarnos en regalos y facilidades. Porque te gustaría pagar los arreglos del coche viejo de Godzilla, y las cosas de los xaninos, y hasta comprarnos un pisazo a cada uno, y la luna si se nos antojara. Creo que no imaginas lo que significa para nosotros cada café en tu cocina, cada tupper de carne guisada o de picatostas, o que aparezcas con nuestros zapatitos de bebé (treinta años guardados con celo y mimo pensando en futuros nietos). Te agradezco cada llamada, cada gesto torcido al ver la roña acumulada en mis cristales, cada sermón, cada vez que (cómo cambian las cosas) me necesitas tú a mí para algo, cada paquetito de bragas con dibujitos (mira qué cómodas para la tripa, hija) y cada pijama (no te enfríes por las noches, nena, que ya sabes cómo padeces tú de la garganta). Te agradezco el chal de lana, las cremas para las estrías y las lentejas más de lo que te agradecería un carricoche con ABS y dirección asistida. Puedo pasarme sin casi todo, pero no sin ti. El sueño de un trabajo estable no es algo que anhele para mí tanto como puedas creer. Lo que realmente sueño es que llegue pronto el día en que pueda decirte: "se acabó doblar tus huesos cansados currando para otros. Descansa, vive, gasta, disfruta". No podemos darnos la luna, me temo. Al menos de momento. Podemos darnos todo lo demás.


Felices sesenta, Mamma.

jueves, 3 de marzo de 2011

Adiós, Michi


Desde luego tengo que reconocer que te has portado, como siempre hacías. Supiste perfectamente que era la hora y así lo declaraste, quedándote tranquilamente tumbado y despidiéndote de La Mamma con unos cuantos mordisquitos en las manos. Diste tu último paseo en coche mirando por la ventanilla y nos dijiste adiós sin una queja, tan sereno como siempre (gracias, María, porque lograste que este momento resultara apacible. Nos hiciste sentir como en casa, y eso no tiene precio).

Cuando llegaste a nosotros yo era una colegiala flaca y desgreñada de 13 años, Godzilla apenas tenía 10 (usabas una zapatilla suya como cuna!) y La Mamma era una flamante cuarentona. Nos has dado veinte añazos de mimos, juegos, trastadas y volteretas. Te cargaste la figura del marinero y la niña (aunque milagrosamente logramos reponerla) y toda la colección de porcelana de Limoges. Siempre fuiste un sibarita eligiendo qué clase de adornos estampar contra el suelo. Supongo que el cristal barato no suena igual al hacerse añicos.

Te bautizamos con el aristocrático nombre de Zar, pero te negaste tozudamente a aceptar dicho título. Tenías un precioso manto de pelo color chocolate, una curiosa ausencia total de rabo y los ojos más azules que yo haya visto nunca. Eras cariñoso como un perro, te gustaba estar en brazos como a un bebé, acampabas cada invierno junto a la estufa, dormías en nuestras camas, adoptaste con resignación a aquel loco pelirrojo llamado Lenny que te perseguía por el pasillo, te pirriabas por las sardinas fritas y las clases de lucha libre con Godzi, nos asustaste mil veces saltando en la oscuridad para apresarnos las manos en cuanto las acercábamos a las llaves de la luz y fuiste un cuidador devoto haciéndonos compañía cuando estábamos enfermos o tristes. Eras un encanto, siempre lo fuiste.

Envejeciste de repente, tras años y años pasmando a los de las batas verdes. Aquel pelazo como visón se volvió áspero y se cubrió de canas. El asma te volvió dormilón y perezoso, lejanas ya las correrías de juventud. Los preciosos ojos se te fueron empañando de niebla. Y, sin embargo, ahí seguías, fortachón y cariñoso como siempre. Fuiste tan discreto que ni siquiera buscaste el final trágico. Recorriste todo el camino y, sin aspavientos, decidiste que ya estaba bien.

Así que gracias por estas dos décadas de lealtad y grandes momentos. Gracias, sobre todo, por ser el fiel escudero de La Mamma cuando el nido quedó vacío. Y gracias por tu generosidad, por empeñarte en vivir precisamente hasta estar seguro de que habría dos enanos de camino para llenar ese hueco que dejas. La Mamma (tuya y mía) llora hoy tu marcha, pero pronto tendrá a los nuevos cachorritos para jugar. Sé que muchos nos tomarán por locos, pero la verdad es que no importa. Peor para quien no lo entienda. Eras el hermano pequeño, el rey absoluto de todos los gatos que en el clan han sido. Eras de la familia. Ahora descansas, muy cerquita de Lenny, junto a las raíces de un manzano joven y fuerte, con tu rinconcito adornado de rocas y flores. No necesito que tenga la menor lógica, me consta que debe haber un buen lugar para todos los bichos que nos han dado tanto. Y tú ya estás allí.

Adiós, Michi. Buen viaje. No te olvidamos.