Quizá debiera estar preocupada, o incluso deprimida, pero lo cierto es que siento alivio. Alivio de que al fin un médico me haya escuchado mirándome a los ojos, se haya tomado la molestia de dejarme hablar más de cinco segundos, me haya examinado, haya mostrado interés, me haya hecho preguntas y le haya dado nombre a algo que arrastro hace años. Ha merecido la pena hacer caso a quienes me avisaron en su día (gracias, Costillo, Kaken, Alberich, Jack y perdón si olvido a alguien) y a todos aquellos (muchos) que aun no sabiendo (como yo misma) qué demonios me ocurría me animaron siempre.
Te pasas la vida oyendo que eres vaga, quejona y una borde con mal carácter. Que exageras. Que eres pasota. Que te rindes demasiado pronto, que sigues la ley del mínimo esfuerzo, que deberías esforzarte más, poner más energía en las cosas. Que te encanta ser el centro de atención y por eso te inventas cosas que no existen. Llega un momento en el que dudas. Será verdad todo eso? Se puede inventar el dolor? Y por qué me ocurre entonces que no temo ir al dentista, que reacciono tranquilamente cuando una batidora decide atacarme dejándome la mano hecha trizas, que puedo parir dos mellizos de más de tres kilos sonriendo y negándome a la epidural hasta que prácticamente me obligan a ponérmela? No significa que el dolor no exista, significa sólo que aprendes a vivir con él, a soportarlo, a relajarte cuando te asalta. Porque si no aprendes llevarías una vida miserable.
Te obligas a mantener el buen humor como sea (nadie tiene la culpa de lo que te pasa) y procuras no quejarte demasiado porque no sirve de nada. Además, llegas a aburrirte tú misma de tu cantinela eterna, así que calculas lo aburridos que están los demás de oírte. Es inútil que te empeñes en anunciar tus males porque están ahí cada día: ayer fue jaqueca, hoy las piernas, mañana será el cuello, a veces te zumban los oídos, o se te nubla la vista, tienes punzadas en las costillas o fuego en el estómago. Siempre hay algo. Nunca estás bien. Al final pasas de todo y te callas para no resultar cansina. Demasiadas veces has tenido que oír eso de: "joder, no hay día que no te quejes de algo, eres una floja". Te sientes culpable y hasta mentirosa. Dudas de ti misma.
El cansancio es casi peor. No te abandona nunca. Amaneces peor de lo que te acostaste: rígida, dolorida, embotada, incluso confusa. No funcionas. Te mueves a trompicones, pierdes el equilibrio, se te caen las cosas, te molestan la luz y el ruido. Tienes que esforzarte por sonreír y por no responder de malos modos cuando alguien te habla. Lo bueno es que la decisión de ser feliz te pertenece, se ponga tu cuerpo como se ponga. Dominas los deseos de gritar y te niegas a justificar tu mal genio con tus dolores. Lo malo es que algunos días no puedes, y luego te pesa cada bufido, cada mal gesto que el otro no merecía. Y te patea la culpa cuando no consigues levantarte, cuando te quedas en la cama hasta las diez mientras sientes que deberías estar poniendo la lavadora, estudiando un poco o haciendo cualquier otra cosa útil. Te sientes una zángana egoísta. Y una mala persona cuando te oyes resoplar sólo porque uno de tus hijos se ha echado a llorar obligándote a ponerte en pie. Es duro sentirse una mala madre y la sensación no desaparece por mucho que cubras de besos a tus críos.
Resulta asombroso cómo esto te condiciona por completo. Algo tan sencillo como tender la ropa te supone un esfuerzo tremendo, y tienes que hacer pausas porque no resistes el dolor de los brazos. Cómo puede resultarte insufrible levantar una camisa húmeda hasta la cuerda? Cuando sabes que al día siguiente tendrás que hacer tres recados diferentes ya te acuestas pensando en ello. Valoras cien veces a qué hora tendrás que poner el despertador para que te dé tiempo, decides que es mejor ducharse por la noche y ahorrarte luego ese paso, dejas la ropa preparada para ganar unos minutos de sueño y te fatiga pensar en caminar un puñetero kilómetro (de casa al súper, luego al banco y después a la tintorería). A veces decides que mejor hacer las cosas en dos tandas. Recuerdas cuánto faltaste a clase porque literalmente no podías levantarte de la cama o aquella vez en que osaste hacer tres bizcochos (uno para mamá, otro para el abuelo, otro para casa) y al día siguiente no podías moverte por las agujetas. La de cosas que has abandonado y la rabia que sentías al hacerlo.
No me gustan las etiquetas, pero esta no va a condicionarme. Llevo viviendo así más de lo que puedo recordar, un nombre no lo empeora. Al revés. Esto me ayuda a entenderlo, a saber que no soy una chiflada ni una vaga. Me ayuda a entender qué me pasa y por qué, a respetar mis límites, a cuidarme más, a priorizar, a no sentir culpa si hay polvo en un estante y necesito descansar dejando el plumero para otro día. Si debo elegir entre una casa impoluta o jugar con mis hijos, elegiré a mis hijos, ya que seguramente no daré para ambas cosas. Y que le den a la casa. Y que le den a la culpa. Este nombre ayuda a quienes viven conmigo a no enfadarse cuando toca un día difícil. Siempre me han apoyado, pero ahora me tranquiliza saber que no parezco una egoísta dejándome ayudar, porque me aterraba que pudieran creer eso. Esto me acompañará toda mi vida, como lleva años haciendo. Ahora al menos sé lo que es y cómo plantarle cara.