lunes, 30 de abril de 2012

En Sevilla no hay putas

Cada vez que el amigo Reverte (me alegro de verte) abre la boca, sube el pan. Siendo como soy lectora de sus novelas y asidua a un foro sobre El Capitán Alatriste (en el que, conviene decirlo, pasamos más tiempo hablando de política, de lo divino, de lo humano, de cine, de comida y de gilipolleces varias que del propio Arturo, pero supongo que eso hace al sitio aún más interesante) suelo estar al día de los movimientos y sentencias del de Cartagena, y de cómo cada una de sus reflexiones, columnas, entrevistas, declaraciones o tuiteos (esas cosas modelnas) son interpretadas por el personal. Malinterpretadas la inmensa mayoría de las veces.
Vaya por delante que soy lectora del fulano, no palmera suya, ni fan incondicional ni su representante. Para empezar ni siquiera me gustan todas sus novelas. Para seguir no siempre estoy de acuerdo con sus opiniones. Sé que esto sorprenderá a más de uno, sobre todo en esta sociedad corta de miras del "conmigo o contra mí" en el que te miran raro si te declaras rendida admiradora de las historias de Zafón y a renglón seguido confiesas que te parece un pedante, o si tras ovacionar al gran Chaplin osas opinar que un ramalazo insufrible y pedófilo sí que parece que tenía. Porque, al parecer, es incompatible. Porque las cosas (y las personas) deben odiarse o amarse sin fisuras, en plan sectario, sin la más mínima crítica que ponga en duda la lealtad del admirador. Un minúsculo "pero" a tus filias y fobias te convierte ipso facto en traidor o en incoherente. Por eso no puedes decir (ni pensar siquiera) que tu partido se equivocó al tomar tal medida, que el último disco de Mengano no es tan bueno como el anterior o que tu equipo jugó como el culo el pasado domingo. No te atrevas. Felón.
Se le ocurrió a Reverte la peregrina idea de hacer una buena crítica a uno de los últimos estrenos del cine patrio. Y en la archiconocida red social de los pajaritos declaró lo que sigue:
"Ayer estuve viendo "Grupo 7". Me gustó mucho. La película, en mi opinión, es soberbia. Tan buena que no parece española. Escenas de acción creíbles, diálogos naturales. Actores solventes, a los que te crees. Y además se les entiende hablar. Un director inteligente. A los que no se les entiende bien hablar, los hace hablar poco. No lo conozco, pero es chico listo. O parece (...) Ese ambiente turbio y duro, sucio como la vida. Parecían policías de verdad. Maderos, yonquis, putas y gentuza. La vida misma. La Sevilla real. La que incomoda y nunca saldrá en el Hola. Esa Sevilla cutre que era así en el 92 y lo sigue siendo. Sevilla más real que ese otro camelo de ferias de abril, semanas santas y rocíos varios que nos venden a diario".
Para qué queremos más. Las críticas no se han hecho esperar. Es más, el pollo que se está liando es de los guapos. No faltan incluso quienes le exigen pública rectificación y disculpas (que se vayan sentando) y hasta quien clama (atención) por una "respuesta institucional de las autoridades". Cielos. Qué triste y qué agotador tiene que ser las más de las veces abrir ventanitas al mundo. Abrirlas siendo "alguien", me refiero. Teniendo tanto eco. Yo no sería capaz. Como le comenta alguno de sus seguidores, esa manía de tomarse la parte por el todo es ya endémica en este país nuestro. No digamos lo mucho que nos pone el sentirnos ofendidos. Y de nuestra nula comprensión lectora para qué hablar.
París es la ciudad de la luz. Es hermosa, mágica, universal, miles de millones de veces recorrida, pintada, fotografiada, filmada, soñada, interpretada, habitada y deseada. París tiene parques, plazas, iglesias, museos y cafés. Y putas, yonquis, maderos y barrios poco recomendables. Tener que explicarlo me parece lamentable. París es el de Víctor Hugo, el de los Dumas, el de Cortázar y el de Pennac. Todo eso fue y es París. Y, seguramente, París es tantas cosas como cada cual sepa ver o imaginar.
Así que ahora acusan al ínclito Reverte de hablar sin tener ni puta idea y de no conocer esa ciudad cuyo honor ha mancillado. Supongo que de poco le servirá haber vivido allí, haber escrito novelas sobre ella y hasta haber sido nombrado sevillano del año en su día, título que (me lo veo venir) le será arrebatado más rápido que aprisa por alguna autoridad lumbreras indignada y herida en lo más hondo. O en lo más jondo. Lo mismo que le ocurrió (si no estoy mal informada) a Doña Pilar Bardem por tener la desfachatez de aclarar que sí, que nació en Sevilla, pero que fue puro azar y que bien podría haber nacido en otra parte, máxime teniendo en cuenta a qué se dedicaba su familia.
Total, que no hay putas en Sevilla. Ni yonquis, ni maderos, ni barrios chungos, ni miseria. Como no hay tales cosas, bien lo sabe Dios, en ninguna otra ciudad de este bendito país nuestro. Y si las hay, que no se menten. Y si se mentan, que se le caiga el pelo a quien se atreva. Por permitirse la desvergüenza y el poco tacto de sugerir que la vida es como es aquí y en la China popular, hiriéndonos imperdonablemente en nuestros cretinos ombligos. Para qué hablas, Arturo de mi vida?

jueves, 26 de abril de 2012

Paréntesis para Nebroa

Se despide (los dioses dirán si para siempre o por un rato) la chica asquerosamente sensible. Durante cierto tiempo asistí como expectadora y deslenguada ocasional a lo que he dado en llamar "la madre de todos los caminos". Hablo de una mujer que se hartó mucho de muchas cosas y tomó la decisión de cambiarlas. De entrada parecía estar perdida a orillas de sí misma, sin saber si deseaba cruzar, dar media vuelta, nadar al otro lado, buscar un puente o saltar sobre las piedras. Diría que optó por seguir el cauce. En qué dirección no importaba demasiado.

La vi tropezar, caerse, levantarse, mirar al suelo desanimada, bailar entre las flores. Se fue encontrando cuestas, llanos, baches, encrucijadas, claros y sombras. A ratos le salían ampollas. A ratos corría que casi volaba. La vi metiendo los pies en el agua, haciendo fotos, acariciando las ramas, dando brincos entre las hojas caídas. Se cruzó con varios paseantes que la acompañaron. Hubo charlas, fuegos de campamento, cuentos de miedo y de risa, canciones, penas, chistes...

Creo que buscaba algo, pero se le fue olvidando por el camino. Al final ya no importaba demasiado si el viaje te llevaba al mar, a las cumbres nevadas, a un lago con cascada de ensueño, a una cabaña en el bosque o de vuelta a la orilla. Era lo de menos. Al final la vi disfrutar de ese viaje, sin más. Y eso es precisamente lo que cuenta. Al final, quiero creer, funcionó eso de dejar pasar el tiempo y gozar de los días. Se suavizaron las embestidas de la montaña rusa. Al final ya no dolían tanto las agujetas y el mero hecho de caminar merecía la pena. Quiero creer que, al final, se dio cuenta un buen día de que ya no estaba triste, ya no le inquietaba conocer a dónde diablos le conducía aquella senda misteriosa. Lo importante era apreciar la senda misma.

Y, al final, Nebroa llegó a Nebroa.
Gracias por permitirme caminar contigo.
Mi más sincera admiración por el éxito de tu periplo.
Suerte. Y que el río siga fluyendo siempre a tu lado.

domingo, 22 de abril de 2012

Una horita corta (o más bien quince minutos)

(Ay Dios! Ya me han vuelto a cambiar el blog... Esta ventana pa escribir no es la mía de siempre... )

Me había quedado yo a las mismas puertas del quirófano, verdad? Dejadme que os diga que la sensación de ir tumbada sobre una camilla mientras alguien te lleva, viendo pasar el techo allá en lo alto es una cosa rara de narices. Un poco como esos sueños extraños míos en los que mi cama se convierte en un tren... Total, que por primera vez en mi vida entré en un quirófano (y todo parecido con los de las series es mera ficción). Me pareció un sitio enorme (aunque tampoco tengo con qué comparar) y bastante feo que se hacía más acogedor por la presencia de tantas personas amables (y una cosa sí que es como en las pelis: algunos médicos y enfermeros llevan gorros de colorines!) Mi primera sorpresa fue que entre dos pudieran pasarme de la camilla a la mesa (o como se llame eso técnicamente). Qué maña se da esta gente. La segunda sorpresa fue asistir a un auténtico festival de móviles sonando, móviles que todo el mundo atendía sin cortarse un duro. "Nena, que tengo un parto. Luego hablamos". "Qué tal, Pili? Uy, yo saldré tarde... Vale, te llamo". ¿¿?? Por un lado pensé: "qué falta de profesionalidad, qué pocos modales. Hola?? Estoy aquí a punto de parir!!!" Por otro lado nada me tranquiliza más que ver a los demás tranquilos.

Ni siquiera recuerdo si estaba enchufada a algo más que al monitor que registraba el pulso de mis enanos. Tampoco importa mucho. Sé que estaba cómoda y encantada, que nada me molestaba. Ni siquiera el tubo que me habían dejado saliendo por la espalda y que terminaba en una especie de válvula que asomaba sobre mi hombro (y cuya razón de ser, calculaba yo, era enchufar más anestesia si algo se complicaba).

"Bueno, cariño. Allá vamos", dijo alguien. "Empuja lo más fuerte que puedas". Menuda soy yo. Me agarré a las mancuernas aquellas (en el fondo Trasto no sabe la suerte que tiene por haberse librado de darme la manita) y empujé hasta que sentí que me latía la cabeza. "Eeeeso, eeeeso, madre mía, qué bien... así da gusto, sigue así... vale, vale, descansa, guapa". Era una auténtica pasada. Sin dolor, pero completamente capaz de emplear todas mis fuerzas. Una verdadera maravilla. "Venga, otra vez". Nuevo empujón. Y yo pensando, como una idiota, en los gritos que pegan las mujeres en las películas. Qué lujo poder concentrarse únicamente en lo importante, sin perder la fuerza por la boca, sin dolores que te distraigan. Resultó otra sorpresa eso de parir en completo silencio. Nunca te lo esperas así. "Bueno, reina, de este ya sale", me aseguraron. Me quedé tan pasmada que por un momento perdí el oremus. "Ya????" "Hombre!! Ya lo tienes aquí mismo, empuja, empuja!" De tres intentos? Nada más? No daba crédito. Y justo entonces entendí el por qué de la insistencia con la epidural. No te lo dicen, claro. En ningún momento te explican que en un parto gemelar no hay tiempo para lindezas, ni para respetarte dulcemente el ritmo. No te sacan suavemente a tu hijo, ni te lo dejan sobre el pecho. Te lo arrancan (creedme, no hay palabra que lo defina mejor) con una fuerza bestial porque hay que ocuparse lo antes posible del que viene detrás. Ese dolor fue, sin duda, el peor que he sentido en mi vida. Dolor de desgarro, de que te han abierto en canal, de que alguien te ha puesto un hierro al rojo entre las piernas. Y tras todos aquellos pequeños y soportables dolores no me esperaba nada igual. Fue el único momento en el que grité, no sé si más por la propia agonía o por la pura sorpresa. Sé qué miré al chico que tenía a mi izquierda (el del gorro de colores) y le espeté un: "JO-DEEEEEEEER!!!" del mismo susto. Y luego me dio la risa, porque el pobre chaval tenía los ojos espantados, casi como si fuera culpa suya. Me acarició el brazo, animándome: "ya lo sé, ya lo sé, pero ya está, reina, ya está, ya pasó". Alcancé a ver a Daniel (Atreyu) en brazos de una comadrona. Tenía el pelo negro, la piel enrojecida y chillaba con ganas. Me sorprendió lo limpio que estaba. Se lo llevaron a toda prisa mientras yo intentaba recuperar el aliento.

"Madre mía...", recuerdo que dije. "Y todavía queda uno... no voy a poder aguantar otra vez ese dolor". No quería ni pensar en el estado de mis partes pudendas. Siniestro total como mínimo. "No te preocupes, cariño", respondió la voz del anestesista. "Al segundo no lo vas a sentir". E, inmediatamente, enchufó un jeringazo en la válvula que me asomaba sobre el hombro. "Ves por qué hacía falta la epidural?" Y tanto que lo veía. Si con ella había podido sentir perfectamente semejante dolor no quería ni pensar en un parto gemelar en vivo. Posiblemente me hubiera desmayado. Pero, claro, entiendo que no es plan decirle a una parturienta: "mira, bonita, tienes que ponértela sí o sí, porque te vamos a hacer tal escarnio que no te lo puedes ni creer". Definitivamente no eran formas. "El segundo se ha movido", advirtió alguien. Me manosearon la tripa. "Puedes empujar, guapa?" Lo intenté con todas mis ganas. Pero era inútil. Estaba desmadejada y saturada de anestesia. Notaba que sólo podía hacer fuerza hasta mi estómago. Más abajo era la nada absoluta. "No puedo! Qué rabia, no puedo!" Me cabreé un poco conmigo misma, la verdad. "Tranquila, cielo, que es normal que no puedas. Lo raro sería lo contrario. No te preocupes". "Baja el latido". De nuevo observé las reacciones. Calma absoluta. Me despreocupé. Aquella gente sabría qué hacer, seguro. Y si tenían que abrir, que abrieran. Otra ventaja de la epidural: no se pierde tiempo. El caso es que no hizo falta. Trastearon por ahí abajo y de repente me enseñaron a Ángel (Bastian). Tenía el pelo un poco más claro, la piel más blanca. Lloraba bien fuerte. También estaba limpísimo, y, como habían hecho con su hermano, se lo llevaron a todo correr.

Es curioso, pero no lloré. Pensé que lloraría, que todas las mujeres lloran de emoción cuando al fin ven a sus hijos. Y aquellos dos eran mis hijos. Pero, por alguna razón, me quedé tranquilamente tumbada, sonriendo y escuchando los comentarios del personal (y los berridos de mis niños por allá lejos). "Bueno, cariño, pues ya estamos terminando. Lo has hecho fenomenal, menuda valiente". "Gracias a todos. Los niños están bien, verdad?" "Los niños están mejor que bien. Vaya par de toros, guapina. Los tienes ya criaos". "Entonces ninguno necesita incubadora, no?" "Qué va!! Son tan grandes como si los hubieras tenido en dos embarazos distintos!!" Y lo eran, sí. Tres kilos trescientos y tres kilos doscientos. Mis queridos cabestros... Automáticamente me llevé las manos a la barriga, que estaba rarísima. Como hundida y hueca. Me sentí ligera de inmediato. Y entonces empezó el frío. Un frío glacial que me puso a temblar. Me castañeteaban los dientes. "Es normal, se te pasa enseguida", me dijeron tapándome con una manta. Descansé mientras me recomponían. "Doscientos puntos me tendrán que poner", pensé recordando aquel dolor imposible. Resultó que sólo me pusieron algunos puntos internos, porque habían usado espátulas (y eso debe averiarla un poco a una. Lógico. Parto gemelar. Lo dicho, no pueden ir a tu ritmo. Y ahí comprendí por qué no dejaban entrar a los padres. Para que estos no se liaran a puñetazos con los médicos al ver los instrumentos de tortura ni las perrerías que les estaban haciendo a sus niños y a su mujer!!) "Increíble, reina. Por fuera no tienes ni uno". "No???? Pero no me habéis hecho episiotomía????" "No hija, no. No ha hecho falta. Vaya musculatura la tuya". No me cabía en la cabeza. Dos morlacos de tres kilos. Espátulas. Aquel dolor monstruoso. Y sin puntos. Por lo visto los dioses me crearon para la maternidad. Llamadme Isis. O Hera. O Artemisa. O Leto (en lugar de Leti). Juas.

Continuará... (sí, hay más. Es mi parto y lo cuento como quiero!!)

miércoles, 18 de abril de 2012

Poniéndome a parir

[Esta "saga" puede ser interesante o un verdadero coñazo. Como cualquier post, en realidad. Además, da detalles que pueden incomodar al personal, o como poco darle yuyu. No los doy con afán exhibicionista, conste. Es que lo viví como algo muy natural, y, de hecho creo que lo es. Por más que los pudores y la blancura aséptica del cine nos lo hayan disfrazado. En fin, que esta entrada (y las que le seguirán) bien podría haberse titulado: "dices tú de mili..." (los embarazos y los partos han sido de siempre la mili de las mujeres. Sólo que a nosotras siempre se nos quitó mérito!) Sean ustedes libres de leer o declinar, faltaría más. Pero me apetecía contarlo. Sobre todo porque incluso los momentos más intensos de uno corren el riesgo de ir cayendo en el olvido o la distorsión. De ahí el ejercicio. Para contar lo que fue. ]
Me ingresaron el 25 de julio por pura lástima. Mis cabestros pasaban ya de los 3 kilos cada uno, yo apenas podía andar y el contorno de mi panza medía exactamente metro veinte. Estaba en la semana 38 y no podía más, todo mi cuerpo se resentía. Así que, por fin, me ingresaron. Comprobé encantada que uno de mis deseos se cumplía: habitación para mí sola. Admito que soy muy celosa de mi silencio y me aterraba la idea de convivir con una extraña (y sus allegados) esos momentos. Tanto como me aterraba a mí molestar a otros. Lo primero que me ordenaron fue despintarme las uñas de pies y manos (bendita flexibilidad!). Me acomodé a mis anchas. El Trasto estaba tan entusiasmado como yo. Por fin el gran momento era una realidad. Sentí no ponerme de parto por mí misma, claro. Quería conocer esa experiencia. Pero no se podía negar que había hecho lo posible por resistir hasta el final. Además, es inútil hacerse una imagen concreta de las cosas. Será como deba ser, no como nosotras queramos. Ese es el gran consejo que daría a las futuras madres: no hagas planes. No des nada por sentado. No te desilusiones si las cosas no salen exactamente como habías soñado. No importa, el resultado es el mismo. Disfruta de cada paso, acepta con alegría cada novedad o imprevisto. Porque quejarte amargamente de cada circunstancia que no se ajuste a tus deseos sólo conseguirá joderte el momento. Y es un gran momento.
Cuando me quedé sola (primera vez en mi vida que estaba ingresada) no sentí la menor ansiedad. Pensaba que no pegaría ojo por los nervios y por mi nula experiencia en hospitales. Pero no fue así. Me pasé las indicaciones por el forro cenando temprano y ligero de tapadillo (con la complicidad del Trasto), bebí agua a pesar de la prohibición (lo siento, la sed me puede, no la resisto, hace que me encuentre mal físicamente), puse la tele y gocé como una enana viendo "Mrs Henderson presenta", una de los geniales Judi Dench y Bob Hoskins sobre el teatro. Recuerdo que el final ya lo vi con un sólo ojo, entre bostezos y mecida por Morfeo. Dormí del tirón. Descansé como hacía meses no hacía.
A la mañana siguiente, bien temprano, vinieron a por mí y me llevaron a la sala de dilatación. Monitorizaron a los enanos y así se demostró que mis sensaciones eran ciertas por marcianas que parecieran: Bastian llegaba hasta debajo de mis costillas. Cada dos por tres aquel cacharro pitaba escandalosamente, porque el latido del pequeñajo se perdía. La primera vez observé muy atenta la reacción del personal. Calma absoluta. Bien, no había nada que temer. El latido se perdía en el sentido de que no llegaba bien, no en el sentido de que no hubiera latido. Así, convertida en un engendro lleno de cables, me dispuse a pasar el día. Trasto y yo sabíamos bien que, con suerte, la cosa duraría unas 12 horas. Había que disfrutarlas. Bromeamos, reímos y comentamos lo lento que había sido todo y lo rápido que nos parecía entonces. Comprobaron que el cuello del útero estaba como debía, y que no haría falta recurrir al remedio infernal (una pastilla, o un gel, no recuerdo, que quienes han sufrido califican como una tortura china). Incluso había dilatado un centímetro yo solita. Me enchufaron la oxitocina para provocar el parto y me rompieron la bolsa. Qué sensación tan extraña!! Yo imaginaba la bolsa como algo suave, blando, qué sé yo. Tontería, porque de ser así no creo que resistiera. Resultó que era como un enorme globo dentro de una. Cuando la enfermera la presionó sonaba tal cual: un globo de goma gruesa. Qué impresión! Era rarísimo! Se rompió sin problemas y sin dolor. Otro paso más.
"Puedes moverte como quieras, levantarte, caminar, acostarte... Tú a tu aire. Estamos aquí fuera, nos llamas para lo que quieras. Si necesitas ir al baño nos llamas y te quitamos la parafernalia para que vayas. No te cortes, como si tienes que llamarnos mil veces". La verdad es que todos, del primero al último, fueron encantadores. Mi parto, y la manera en que me trataron me reconcilió con el gremio médico, con el que nunca había tenido experiencias demasiado buenas. "Vamos a llamar al anestesista para que te ponga la epidural", añadieron. Cómo? Mande? Pero si a mí no me duele nada... No comprendía las prisas ni la insistencia, desde el primer momento. Lo entendí más tarde, desde luego. Pero en aquel momento quería saber lo que se sentía, qué menos. Por qué anestesiarse antes de notar el más mínimo dolor? No tiene ningún sentido. Empezaron las contracciones y resultaron perfectamente soportables. Nada que cualquier mujer no haya aguantado cada mes de su vida. Cada vez eran más frecuentes y la intensidad subía, pero a mí, francamente, lo que más me preocupaba era el hambre que tenía. Paseé, bromeé, me balanceé sobre una pelota, me aferré a los barrotes de la cama, resoplé, me concentré y experimenté lo que ya sabía: que el dolor no es para tanto si uno está tranquilo.
En apenas una hora iba ya por los cuatro centímetros. Encantada, pensé que a ese ritmo acabaríamos enseguida. Pero no, a partir de ahí la cosa se estancó. No avanzábamos. Cada poco me subían el chute de oxitocina, lo que implicaba más y más contracciones. No paraban de insistirme con la epidural, pero seguía sin querer saber nada de ella. "Tranquilos, que no soy masoca. Si no lo resisto ya os llamaré, ya". El Trasto, todo un profesional. Con increíble maña se manejó entre cables, tubos y goteros, más ancho que largo. Me daba conversación, me reía los chistes, me animaba en mis resoplidos y hasta se armaba de toallas para limpiar lo que yo iba poniendo perdido, a pesar de que todos le decían que no se molestara, que no hacía falta, que allí se podía manchar a troche y moche. Nos llegaban de alguna parte unos alaridos espeluznantes. "Qué le pasa a esa?" preguntó una enfermera, "no le han puesto la epidural?" "Claro que se la han puesto" contestó otra burlona, "hay cada exagerada..." Se demostraba mi teoría. Lo peor es dejarse llevar por los nervios.
Siete horas después de empezar el proceso, seguíamos estancados. "Vamos a darle caña", comentó una médica enredando con la oxitocina. Los efectos de la "caña" no se hicieron esperar. De repente empezó un dolor tremendo, y lo peor fue que no terminaba nunca. Era contínuo, sin dejarme tiempo para coger aire o relajarme. Ni siquiera unos segundos. "Llamo al anestesista?", preguntó Trasto. No le contesté, no tenía tiempo. Recuerdo que sólo gruñía por lo bajo agarrada a los barrotes. Me daba rabia rendirme, ya lo creo. Hubiera querido poder aguantar, pero pensé que me faltaban seis centímetros, que eso supondría muchas horas de dolor sin tregua y que al final no tendría fuerzas para empujar cuando llegara el momento. Sin fuerzas para empujar flaco favor les hacía a mis hijos. En realidad apenas me dieron opción. Trasto salió en busca de auxilio sin esperar a mi respuesta, y lo siguiente que oí fue la letanía de un anestesista con acento sudamericano que se acercaba por el pasillo: "si es que... a quién se le ocurre? Un parto gemelar y programado sin anestesia... de locos!". Seguía sin entender por qué era de locos, la verdad. Tampoco entonces me lo quisieron explicar.
Había oído horrores de la epidural. Que si te podías quedar en silla de ruedas. Que si te dejaba tan atontada que llegabas al paritorio sin fuerzas. Chorradas. Mi miedo era moverme en el peor momento y así se lo expliqué al anestesista: "es que no se me pasa nunca el dolor, no sé si podré quedarme quieta", le advertí. Él se echó a reír. "Tú tranquila, linda. Vida normal". Apenas un pinchazo y la paz, automáticamente. Qué maravilla. Qué lujo. Cómo podían algunas pegar aquellos chillidos, si en cuanto te ponen la banderilla te quedas en la gloria?? Insisto: nervios. No cabe otra. Un leve hormigueo en las piernas y nada, cero. Eres de cartón piedra. Aprovechando que eran las dos de la tarde echamos al Trasto para que comiera (afortunado él!) Y mientras, servidora se pegó la siesta padre (y madre). Poco después me ponía en seis centímetros. A las seis de la tarde llevaba nueve. Quedaba claro que la ausencia de dolor era lo ideal para que el cuerpo hiciera su trabajo. A las seis y media me comunican que nos vamos para quirófano (los partos gemelares deben resolverse allí) y nos dan la mala noticia: Trasto no puede entrar. Nos sueltan toda una serie de explicaciones sobre asepsia e higiene que no digo yo que fuera falso, pero sonaba a excusa que no veas. Bien, si no se puede no se puede. Lo siento por el Trasto, pero hay que seguir disfrutando del momento. Falta muy poco para ver la cara de nuestros enanos y para enterarnos, por fin, del porqué de la perra con la anestesia y por qué no dejan entrar a los atribulados padres al quirófano.
Continuará...

viernes, 13 de abril de 2012

Lenka + Maff= 1.460

Viernes 13.
Abril.
4 Años.
1 Milagro. Doble.
2 Xaninos.
Luces. Sombras.

Estuve a punto, Trasto, a punto. A punto de caerme por el pozo. Siempre digo lo mismo: no tuve depresión post-parto por falta de tiempo. Pero qué mal estuve. Cómo me aplastó el cansancio, el dolor del cuerpo, el del alma, la rutina, el gris, el picor en los dedos huérfanos, la falta de horas, las semanas sin pisar la calle, las ocho horas diarias de llantos, la escasez de espacio, las cuentas que no salían, la amenaza de cierre, la idea de vernos lo más cerca en Polonia, la soledad, el aislamiento, la absoluta falta de diálogos adultos con algo de sentido, los turnos asesinos, tus prisas, tu rabia, tu impotencia, mis silencios llenos de terror, la pregunta fatal que nunca terminaba de surgir, los diarios que rellenaba en secreto volcando todos mis miedos y todas las palabras feas que no quise decirte. Porque no era justo, porque era una mala racha. Tenía que serlo. Lo era?
Lo era. Yo, que no me callo ni debajo de las piedras, que jamás he perdido una discusión, que he fustigado a todas mis parejas con lengua viperina, yo, la que reventaba si no lo soltaba. Callada durante meses. Aterrada ante la mera idea. Preguntándome si era real o alucinaciones. Aletargada cuando no convenía y tercamente despierta desafiando a las pastillas. Yo, tan orgullosa de mis autopsias, tan convencida de haber dado con el quid de la cuestión (la Vampira Hambrienta, la Bruja Cínica, la Golfa Trágica, La Siempre Lánguida Doncella de Los Búhos, tan erizo y tan comida por las dudas, tan sádica y tan masoca, tan complaciente y tan huraña, tan sumisa y tan celosa de mi Santa Voluntad... tan bipolar y ciclotímica, tan Eneagrama 2 de libro, la más patética y la más chula...) encerrada en un mutismo de claustrofobia del que me negaba a salir por puro pavor. Yo, que me había propuesto no volver a callarme nada, pero no volver a dejarme llevar jamás por las iras de mi verbo. Voy y lo confundo de cabo a rabo, me lo callo todo dejándome llevar por iras sin palabras que no te herían de viva voz (oh, qué progreso!) pero te rehuían de viva nada. Bonita forma de enmendarte, tarada. Bonita manera de vencer a tus fantasmas.
Pero lo era. Era un sí, sin condiciones. Era un malentendido gigantesto y mudo. Era eso que no me atrevía a confirmar o desmentir. Era la quintaesencia del interrogante. Y la respuesta fue un sí, claro, pero loca, cómo puedes dudar. Pues dudé, qué sé yo. Dudé porque pensé, para variar, que era culpa mía. No de tu jefe, no de la incertidumbre, no del futuro tambaleante, no de los gastos, ni del estrés. Mía. Cómo no. Mi proverbial afán de protagonismo. Mi puñetera manía de ser el Judas en todas las cenas. Mi "no soy digna". Joder, qué cruz. Qué trauma más cansino este de la Hija de Ulises, empeñada siempre en que también ulisea su amado. Que te operes, tía. Háztelo mirar. Porque era un sí rotundo. Tanta pena, tanto pánico, tanto resquemor en la garganta, tanto nudo, tantas lágrimas a escondidas, tanto rastrear señales, tantas páginas embadurnadas, tanto hacerme tinta como una imbécil, cosiéndome la boca para no contárselo a nadie. Tanta paranoia existencial con la preguntita del demonio y lo fácil que era. Todavía? SÍ. Idiota. Más que nunca.
Y yo a ti, Trasto. Sigo en mis 13. Siempre en Abril.  

lunes, 9 de abril de 2012

El primer golpe

Cuando tienes dos bebés a tu cargo casi siempre te faltan manos. Si con uno ya no puedes permitirte ni un segundo de descuido, con dos la cosa se complica. Intentas recordarte que tu primo Chu se cayó desde la mesa de la cocina al suelo una vez porque, con sólo tres meses, ya era capaz de girarse (y, por cierto, de no ser porque repitió la fechoría en la consulta del pediatra y Yaya pudo agarrarlo por los aires quizá aquel doctor que no dejada de repetir "imposible" hubiera metido en serios problemas a la atribulada madre primeriza de 20 años). Te repites que tú misma sobreviviste a una caída escaleras abajo, o que tu Trasto favorito superó una infancia campestre más que accidentada criado con mejor voluntad que maña por una hermana de diez años (aceite hirviendo, estampida de ganado y sí, también un descenso de escaleras en picado). Pero cuando son tus hijos la cosa cambia. Cuando el fallo es tuyo no consigues ser tan indulgente.

Entiendes que los accidentes ocurren, que nadie es perfecto, que es extremadamente difícil supervisar cada movimiento. Pero no te basta. No del todo. Que sean dos no es excusa. Que estuvieras sola, tampoco. No quieres hacer una tragedia de algo que, ojalá, sea motivo de risa dentro de algunos años, una mera batallita más para contarles. Pero tampoco quieres banalizarlo. Ni quieres ni puedes. Te resquema la culpa constantemente y sabes bien que si antes ya tenías pesadillas sobre las mil maneras en que tu negligencia o torpeza podían dañar  a tus hijos, ahora tendrás muchas más. Y con más razón.

Esta mañana mis hijos lloraban a dúo y yo trataba (como docenas de veces he hecho) de acomodarlos en mi regazo para jugar un rato. Piensas que nunca va a pasar, claro. Que no habrá ni tiempo. Pero apenas has dejado a uno sobre el sofá (bien incrunstado junto al respaldo, atrás, lejos del borde) y te has dado la vuelta para recoger al otro del corralito (que está exactamente a un paso de ese sofá) oyes el golpe y, literalmente, te quieres morir. Es culpa tuya, lo has hecho mal, has corrido un riesgo estúpido confiando en el "no tiene por qué pasar". Has sido negligente, necia y una completa gilipollas, por no prever que tampoco tiene por qué NO pasar. Y ahora tienes vocecitas en la cabeza. Una te dice que no es para tanto, que es difícil apañarse con dos a la vez, que estas cosas pasan, que todos los bebés se han esmorrado en algún momento de su vida, que recuerdes esos casos que conoces, que nunca dirías que tu madre, tu tía o tu suegra fueron malas madres, que a partir de ahora extremarás la prudencia, que no te flageles. La otra voz te mortifica, te pregunta cuántos errores te quedarán aún por cometer, te avergüenza, te señala con el dedo, te dice que no hay justificaciones que valgan para no hacer las cosas bien y te pone verde a nombres, cada uno peor que el anterior.

No tiene nada. Apenas lloró unos segundos y al momento estaba haciendo payasadas. La pediatra aseguró que estaba como una rosa, que el primer porrazo siempre es el más aterrador, que no nos preocupáramos, que controláramos una serie de síntomas estos días y nada más. "Recuerda que es preferible tenerlos en el suelo sobre una manta. Así puedes ir a por el otro sin angustia ninguna". Tan fácil, tan obvio, verdad? Y yo preocupada por si los gatos llenaban la manta de pelos. Como si eso fuera peor. Como si no tuviéramos al menos cinco o seis pares y una estupenda lavadora.

Atreyu canta ("A-á, a-á, a-á") y Bastian le escucha embelesado. Enseguida empieza con la cantinela: "Atá, apá, papá, tatá, patata, patatá". Insiste en su palabra favorita, esa que sin duda terminará definiendo a su abuela. Tatá. Copia nuestra entonación y parece que pregunte por ella. Tatá? Tatá, La Mamma, llegará enseguida. Y que los dioses se apiaden de mi cuando vea el chichón de Bastian.

jueves, 5 de abril de 2012

La gente da miedo

Acaba de salir de la cárcel, tras cumplir 21 años de una condena de 44, un tipo que violó y asesinó brutalmente a una niña de 9. No, no me gustan ciertas leyes. Sí, preferiría que tipos así no volvieran a ver la luz. Por supuesto, me consta que los depredadores sexuales rara vez se rehabilitan. Es más habitual que reincidan, lo que a mi parecer les convierte simple y llanamente en un peligro para la sociedad. Sí, me horroriza pensar en el dolor de esa madre, de todos los que querían a esa chiquilla que jamás debió morir de semejante modo.

Pero también me espanta oír a personas que se dicen civilizadas clamar sangre, hablar de sacarle a este tío los ojos, de quemarle vivo. Flipo cuando la peña afirma sin cortarse un duro que los jueces disfrutan dejando a los criminales en la calle, que se ponen de su parte. Y me aburro de oír la puñetera frasecita de: "si fuera una hija tuya no dirías lo mismo".

Sacarle los ojos, quemarle vivo? Perdón? Y estais hablando de "justicia"? Estáis seguros? A mí me suena a venganza. Decís que este tío es un monstruo? Lo es. Vosotros qué sois? A los jueces les gusta dejar a personajes así en la calle? Claro. Las leyes, los beneficios penitenciarios, el derecho... todo eso no tiene nada que ver. Son los jueces, que, pudiendo mantener a los delincuentes entre rejas, van y los sueltan por hobby. Los gilipollas. Porque, de todos es sabido, los jueces no son personas, ni padres, ni madres. Sólo son esos cerdos que se burlan de las víctimas congraciándose con los verdugos. Y no me sorprende, ojo. No hay más que echarle un vistazo al nota en cuestión para comprender que es un capo tela de influyente y forrado de dinero que, a todas luces, ha untado a algún juececillo corrupto muy interesado en hacerle un favor.

Si esto le hubiera pasado a una hija mía, sería yo la que clamaría sangre y venganza. O no, no lo sé. Espero no saberlo nunca. Pero es que incluso clamando que al culpable se le atara a un poste para que se lo comieran los perros (cosa muy lógica y muy humana, por otra parte) resulta que vivo en un Estado de derecho (imperfecto que te pasas, pero de derecho) que me impediría recurrir a la venganza. Que impartiría justicia en mi nombre y en el del resto de la sociedad. Es que la justicia no tiene que ser subjetiva, ni dolerse por mis hijos, ni llorar por mí. La justicia es otra cosa. El sistema funciona de otro modo (mejor o peor, pero de otro modo). Y, por cierto, a la gente se le olvida con mucha frecuencia que la finalidad de nuestras cárceles es la reinserción. Otra cosa es que, en efecto, hay quien nunca se rehabilita ni se reinserta. Yo firmaría ya mismo por el endurecimiento de ciertas penas. Por más y mejores recursos para tener a cierta gente muy vigilada y a buen recaudo. Incluso estaría de acuerdo con apartar definitivamente a cierto tipo de delincuentes de la sociedad (no con la muerte, eso nunca). Pero me pregunto de qué sirve cargar contra los jueces (tan competentes o incompetentes como son los de cualquier gremio) o llamar hipócritas insensibles con moralina de mierda a quienes no opinen que a una persona (por criminal y abyecta que sea) hay que arrancarle la piel a tiras. Es humano deseárselo. No es posible, ni exigible, ni admisible en una democracia.

Sinceramente, prefiero a un culpable libre que a un inocente en la cárcel. No digamos si hablamos de ejecuciones. Pero, claro, cuando nos calentamos sólo pensamos que nuestros hijos podrían ser víctimas. Nunca verdugos. Nunca pensamos en lo que sentiríamos si algún iluminado le sacara los ojos convencido de cumplir con su deber. La gente, así en general, da miedo. Dan miedo los psicópatas que viven el margen de la ley, y los tarados que viven dentro pero saldrían si no hubiera consecuencias. Dan miedo los poseedores de la verdad absoluta, los que se creen más listos que nadie, los que se erigen en jueces, médicos, árbitros y psiquiatras sin el menor empacho. Dan miedo esos que nunca tienen dudas. Por eso no me gustan los jurados populares. Porque, al final, somos animales. Y porque, curiosamente, los que afirman que se rebajarían al nivel del asesino son los que se permiten dar lecciones morales.

lunes, 2 de abril de 2012

Tren nocturno al país sin mapas

 Me había pasado sólo una vez, cuando aún vivía con La Mamma. Como en aquella ocasión, los párpados me pesan, se confuden mis pensamientos y noto que, por fin, me abandono al sueño. La voz de Cebrián se va amortiguando, cada vez más suave, cada vez más lejana. Y de pronto algo tira de mí y sé lo que va a pasar: la cama sale disparada por los pies. Esta vez no me dejo llevar por el pánico. No se me desboca el corazón, ni despierto angustiada y rígida de miedo. En medio de la niebla de mi cabeza aletargada decido relajarme, mientras me repito que esa sensación tan vívida de viajar acostada en un vagón de tren es sólo un sueño, alguna clase de alucinación de mi cerebro. Por más que crea notar el vaivén, por más que perciba en mi estómago esa velocidad vertiginosa es evidente la imposibilidad de que mi lecho se haya puesto al galope sobre unos raíles. Es mentira, no está ocurriendo. Sólo relájate, duerme, déjate llevar y descubre a qué mundo insólito te lleva tu sueño.

Nunca había soñado con caer, a pesar de que es, posiblemente, uno de los sueños más repetidos en el ser humano. Son legendarias mis pesadillas con escaleras absurdas (siempre descendentes), empinadas hasta más allá de lo que la física permite, infinitas, aterradoras, provistas de peldaños diminutos, erguidas en mitad de la nada. Escaleras mortíferas que yo debo bajar, aferrándome con genuino terror a cualquier mínimo asidero, convencida de que voy a caer. Una pesadilla atroz que no hace muchos años encontró por fin explicación cuando La Mamma me contó que, a los dos años, caí por las escaleras de la casa del pueblo perdiendo el conocimiento. Anoche no había escaleras. La descomunal carrera de mi cama viajera terminó de golpe, salí despedida por los aires y caí en la oscuridad más absoluta. De nuevo pude sentirlo en mi estómago y pedí ayuda. A quién? A Mamina, mi bisabuela. De la negrura surgió su mano blanca de anciana, que me sostuvo y me elevó hacia la luz. A partir de ese momento empezó el sueño propiamente dicho, la sucesión de imágenes, una película sin sentido de la que yo era protagonista.

Es curioso, porque incluso los más disparatados de mis sueños suelen tener cierta coherencia. Normalmente, por más que patine el argumento, se reconocen escenarios y gentes. Puedo empezar caminando por una ciudad que nunca he pisado (quién sabe, tal vez la de un cuadro que vi alguna vez), parándome a charlar con un rabino (salido quizá de la película de anteayer), girar a la derecha y encontrarme a bordo de un barco tomando café en cubierta con Paul Newman y una antigua compañera de colegio y finalizar la velada buscando por el monte el pendiente que ha perdido mi vecina. Absurdo, como casi todos los sueños, pero comprensible cada escena por sí misma. Ciudad, rabino, barco, Paul Newman, café, monte, vecina, pendiente. Ayer nada estaba claro. Un profesor con pinta de sabio, tocado de barbas blancas y gafas doradas esperaba algo de mí relacionado con un libro. Pasillos, puertas dobles de madera. Un chico joven, guapo, de ojos azules y pelo castaño (todo ello en un rostro borroso que me recordaba vagamente a algún actor de teleserie) con el que tuve un fogoso y fugaz encuentro sobre el banco de piedra de un jardín. Yo sabía bien que el chico era un tirano, un engreído, una mala persona. Sabía bien que no me quería, ni siquiera le importaba un comino, pero la atracción era demasiado fuerte. Tras el escarceo, no podía encontrarle. Y comprendía, además, que por mi desliz tendría que volver una y otra vez a un corredor, atravesarlo corriendo y salir una y otra vez al jardín, al encuentro de algo. Pero el jardín cambiaba siempre, los árboles se transformaban, los bancos de piedra desaparecían, la hierba mutaba en baldosas blancas cubiertas por agua color turquesa y yo caminaba descalza por aquel embalse que se perdía en el infinito.

Suelo ser capaz de interpretar mis sueños, por rocambolescos que parezcan. Esta vez, sencillamente, no logro dar con nada. Tengo la sensación de que todo lo que pasó ayer mientras dormía no pertenece a mi mundo onírico. Es como si, en lugar de acudir a mi universo de siempre, ese que reconocemos al cerrar los ojos, me hubiera equivocado. Entré por error en otro lugar, me bajé en una estación que no era la mía. Aquellos sueños no eran los míos. Nada resultó familiar. Ahora sé que ese tren misterioso (el que intentó llevarme aquella vez en casa de La Mamma, el que lo consiguió por fin la pasada noche) sigue un trayecto inexplorado, se adentra en una región desconocida. No sé qué ocurrirá si vuelvo a sentir el traqueteo. No sé si me dejaré llevar por la curiosidad o si me resistiré con todas mis fuerzas.