miércoles, 22 de agosto de 2012

El viajante l´achicoria

 Una de tus pasiones, además de aquello del sacerdocio y las misiones, fueron los trenes. Te encantaba viajar en ellos, contemplando el paisaje a través de las ventanillas, el traqueteo sobre los raíles, el subir y bajar de gente, las paradas en infinidad de pueblos y ciudades de este país nuestro. Habrías sido feliz siendo maquinista, o revisor.

Algunos fines de semana (con permiso de la parienta) metías una muda, una camisa, tus trastos de afeitar (qué maniático fuiste siempre con eso! Cualquiera osaba esconderte tu cuenco para la espuma!) y el cepillo de dientes, sacabas un billete de ida y vuelta a cualquier parte y desaparecías un par de días sin otro objetivo que ver pasar campos, árboles, montañas, aldeas y estaciones. El destino era lo de menos. Lo que te entusiasmaba era el viaje. Lo mismo podría decirse de toda tu existencia.

Tu primera nuera (La Mamma), te regaló hace vaya usted a saber cuantísimos años (quizá más de los que yo tengo) un sencillo maletín negro para que guardaras tus "enseres de viaje" más cómodamente. Se lo agradeciste, como lo agradecías todo. A partir de ese día ya nunca viajabas sin tu maletín. La propia Mamma, viéndote posar contento y orgulloso con tu nueva adquisición, soltó una carcajada y añadió un mote más a tu célebre y larga lista.
- Vítor... parece usted "el viajante l´achicoria".
El título cayó en gracia y lo aceptaste con tu humor habitual, como aceptaste años después aquel que te otorgó la mujer de tu vida, el de "Campeón Mundial de la Inutilidad Absoluta".

Ella, la mujer de tu vida, te echa de menos. Todos te echamos de menos. Sencillamente no podemos creer que la próxima vez que vayamos de visita a ese piso alargado, tan querido y acogedor, tan lleno de recuerdos, tú ya no estarás allí para recibirnos con una sonrisa que casi haga desaparecer tus ojitos brillantes. Ya no estás, Güelito, pero estarás siempre. Te llevamos dentro.

Consuela pensar en lo grande que fuiste, en el amor que derrochaste por doquier y que caló a tanta gente. Consuela pensar cuántos fueron a despedirte: el clan, los amigos, los vecinos, los chicos de la Fundación (muchos ya no tan chicos), los compañeros de la parroquia, los jesuitas que casi te consideraban uno más entre ellos, la troupe al completo de tus pinitos benéfico-teatrales, los mendigos y los yonquis del barrio (si los hubieras visto, Viejo, abrazándose a nosotros, llorando a lágrima viva, jurando que fuiste un padre, un abuelo para ellos, siempre amable y dispuesto a escucharles), las cajeras del súper, desoladas por haber perdido a su más entrañable y querido "corredor de bolsa"... estaban todos allí. Hubo risas, himnos cristiano-rojeras de esos que te gustaban (tú, el más abierto de los conservadores), lágrimas, discursos, cartas de amor y aplausos. Te despedimos sin flores, como tú querías, y con una cerrada ovación que seguramente jamás osaste imaginar.

Me siento ridícula al lamentarme, consciente de lo afortunada que he sido despidiendo a mi primer abuelo cumplidos los 34. Pero es que, sin más, no puedo entender del todo que te hayas ido, tú, que debiste ser eterno, que tanta falta hacías aún aquí abajo. Debo aceptarlo, claro. Necesitabas irte ya, estabas demasiado cansado. Y El Jefe, naturalmente, reclamaba a su mejor discípulo. Me gusta imaginarte allá arriba, ejerciendo de flamante Conserje (no dudo que habrán jubilado a San Pedro para darte a ti las llaves) y llevándole a Dios las cuentas con tu eficiencia y honestidad intachables. Te imagino haciendo diabluras (habrá gatos en esa otra vida para que puedas verles correr y brincar??) y contándoles a los santos (siempre tan aburridos y mustios) tus chistes más verdes e irreverentes. Te imagino con el gorro ruso de la hoz y el martillo, las manos cruzadas sobre la tripa, esa sonrisisa beatífica tuya y afirmando aquello de: "los troskistas también son hijos del Señor". Si hay Cielo (y tiene que haberlo, aunque sólo sea porque tú te lo mereces), aquello debe ser una juerga desde que llegaste.

El pasado domingo, día 19 de Agosto, puntual, a las ocho de la mañana, emprendiste tu último viaje, rodeado de los tuyos, amado, sereno y en paz. Esta vez no te hizo falta el maletín negro. Como sabes, lo tengo yo. La tía Memé me lo dejó "en herencia" hace algunos meses. Lo conservaré siempre (junto con tus archifamosos papelotes), la imagen de la paloma blanca que colgaste en el cielo para mí (fuiste tú, no me cabe la menor duda, yo misma te pedí que te despidieras) y el inmenso amor que me dejaste, que nos dejas a todos. Gracias, gracias por haber sido tan grande, tan especial. Por enseñarme tanto. Por ser un ejemplo en la vida y en la muerte. Y también (no se me olvida) por darme fuerzas para leer mi carta en tu funeral, como tú querías. Lo hicimos bien, verdad, Obo? Lo hicimos muy bien.

Feliz viaje. Feliz vida.
Tu Alegre Estrella de los Mares.

lunes, 6 de agosto de 2012

Gracias


A la Vida, a la Parca, al Jefe, al Destino, la Suerte, el Cosmos, los Dioses o quien sea que haya obrado El Prodigio.
Lin llegó con su Pequeño Rey. Mi abuelo ha tenido su despedida, sus abrazos, sus bendiciones. Ha cumplido su último deseo.
Ahora sé que, cuando llegue el momento, se irá en Paz.
Gracias.  

miércoles, 1 de agosto de 2012

Celebrando la Vida

 Imagino que, para la mayoría de la gente, el modo en el que mi Clan despide a los suyos resulta verdaderamente siniestro. Pero lo cierto es que nosotros no sabemos (ni queremos) hacerlo de otro modo. Desde hace varias semanas estamos velando a mi abuelo, que se apaga lentamente con su entereza y su buen humor de siempre, empeñado en morir en casa rodeado de los suyos. Cuando los médicos intentaron convencerle para que aceptara ser ingresado en el hospital, les explicó con mucha calma que no era necesario, que él sabía y entendía perfectamente que se estaba muriendo, cosa que, a sus 92 años largos, era cualquier cosa menos inesperada. No quería hospitales, ni fármacos, ni que intentaran prolongarle la vida de ninguna manera. Su vida había sido plena, estaba feliz, no tenía miedo, estaba cansado y quería irse. Cuando tocara.

No pensaba volver a llevar a mis hijos a casa de los bisabuelos, consciente de que unos críos de un año ni se comportan ni entienden cuándo deben estar formalitos y en silencio. Quería ahorrarle a mi abuelo cualquier molestia, pero respondió muy resuelto que los niños no son jamás una molestia, sino una bendición y una alegría. Y él, de niños, sabe un poco. Así que incluí a los enanos en la despedida. Esa casa, como siempre, pero ahora más aún, es un constante sonar de teléfono y de timbre, un inacabable ir y venir por el pasillo, un barullo continuo de risas y tintineo de tazas en la cocina y de charlas en el salón. Allí nos reunimos hoy (y mañana serán otros) cuatro generaciones del Clan, para acompañar al Patriarca en sus últimos días.

No se le cierra la puerta a nadie. Vecinos del barrio, de toda la vida, amigos, conocidos, hijos de colegas del antiguo Banco Gijón, curas de mil parroquias que le traen al Viejo conversaciones sobre El Jefe, recuerdos y hasta algún que otro Sacramento. Nosotros reímos y hacemos bromas macabras, y las visitas se sorprenden de nuestro ánimo, de la insólita entereza de este hombre que se muere como vivió, con la sonrisa en los labios y los ojos iluminados. Aguanta, Güelito. Sólo cinco días y llegará Lin con su Pequeño Gran Rey, para que puedas conocerle y abrazarle. Para que le des tu bendición, como nos la has dado a todos.

A solas con él, sentada en su cama (de la que ya no tiene fuerzas casi nunca para levantarse) le enseño el álbum de fotos de mis críos, con el que pretendo consolar un poco a Güelita, la mujer de su vida, su compañera durante sesenta años, esa a la que nos ha hecho jurar a todos que cuidaremos y protegeremos como merece. Mira las fotos y sonríe, dedicando a sus bisnietos deseos de felicidad. Hablamos un rato, él y yo, cogidos de la mano. Le beso con toda mi alma y me río con él, desechando sentimentalismos ni palabras de adiós. Con su picardía de siempre, me pide que abra el cajón de su mesilla y me entrega, pese a mis protestas, su última propina de abuelo. Le llevo a los niños, que ríen ante sus muecas, quizá sorprendidos de este señor arrugado que se empeña en estar tumbado. "No se levanta, el Bisa", les explico mientras me escuchan muy atentos, como si entendieran, "porque está un poco cansado ya de jugar". Bastian acaba de aprender a gatear sobre su alfombra. Nos hacemos fotos sentados sobre la cama en la que dentro de unos pocos días ya no despertará, en la que emprenderá el que espero sea un viaje dulce y sin sobresaltos.

Yo no creo en su Jefe (ojalá!) pero le pido que le reciba como merece. No me cabe duda de que, si hay Dios y Justicia Divina, al Viejo le pondrán alfombra roja y habrá querubines tocando el arpa cuando llegue. Le pido a su padre que venga a recogerle. Le explico, aunque seguro que lo sabe bien, cuánto le costó a mi abuelo comprender el modo en que se fue, cuánto le costó perdonarle. Le cuento también que finalmente lo consiguió, porque él mismo se vio sumido en la melancolía más aterradora hace muchos años, y llegó a plantearse terminar. A mi abuelo le salvó su fe. Mi bisabuelo no la tenía. El día que el Viejo se vio asomado a la ventana y pensando seriamente en saltar, entendió, asumió, perdonó. Se reconcilió con su padre y colocó por fin su retrato en el mueble del salón. Es momento de que se encuentren y se den ese abrazo largo que llevan, seguro, esperando tanto tiempo.

Nos despedimos entre risas, como un día cualquiera. El Viejo nos saluda desde su cama, agitando los brazos, sonriendo, lanzando besos a mis hijos. No dejo que el llanto aflore hasta que estoy en la calle, escondida tras gafas oscuras. Incluso a nosotros nos cuesta un poco Celebrar la Vida. Hay vidas tan hermosas, tan honestas, tan sabias y auténticas que se hace duro despedirlas. Una vez en el coche hago muecas para entretener a mis hijos. En casa nos espera La Mamma y le cuento cómo nos ha ido. Le comento que tendré que ir a comprar ropa decente para el funeral. Charlamos, reímos, preparamos biberones, acostamos a los niños, que se duermen al momento. Me quedo sola unos minutos y tecleo, como hago siempre que necesito sacarlo todo. El padre de mis hijos prepara la cena y decidimos qué película veremos esta noche. Seguimos Celebrando la Vida. Porque él, mi abuelo, el Viejo, no se merece menos.