Así la llamábamos, aunque, en realidad, ella había vivido en Bruselas. Se largó a los diecisiete años, con su novio, por motivos políticos. A los diecinueve era una recién casada, curranta y madre vocacional en el exilio.
Cuando hablaba francés no había forma de dejar de escucharla. Toda ella destilaba glamour. Era preciosa, menuda, rubia, con unos ojos azules impresionantes. Rasgos perfectos, boca expresiva, ademanes de niña bien. De hecho, en parte era una niña bien. Solo que se enamoró de un rojo escandalizando a la familia.
Le interesaba el arte, la música, la literatura, la psicología. Al saberse embarazada, devoró todo tratado sobre educación y afectividad que cayó en sus manos. Se dedicaba a dar masajes. Me contagió esa pasión. La recuerdo sentada en la cocina de mi madre, perfectamente erguida, doblando en cien partes su servilleta (sus manos nunca estaban quietas), mirándome socarrona por debajo del perfecto flequillo, suplicándome que me pusiera derecha (deformación profesional), con su voz grave y acariciadora de femme fatale.
Qué guapa era. Siempre lo fue. Me gustaba porque me trataba como a una adulta, aunque yo tenía once años cuando ella entró por primera vez en mi vida. Yo admiraba su clase (pese a ser una grunge sin remedio. Yo, no ella), su determinación, su humor, su facilidad para la grafología (de dónde le vendría aquello?) y su seguridad. Fue criada por un psicópata maltratador y por una mujer sumisa, chantajista y pasiva agresiva. Le costó muchos años encontrar su equilibrio, y, en cambio, siempre me pareció la mujer más equilibrada del mundo. Se ve que, por dentro, quedaban nudos. Curiosamente, tuvo la magistral habilidad de educar a su hija de la mejor manera posible. Fue su hija la que, con apenas diez años, se plantó delante del abuelo-ogro y, tras lanzarle un zapato, le espetó que no quería volver a saber nada de él, porque era mala persona. Admiraba profundamente a su hija. Contribuyó (no me cabe duda) a hacer de ella una mujer con absoluta confianza, asertiva, pragmática. Me sacaba seis años, y yo la miraba con devoción absoluta. Las otras chavalas de diecisiete eran bobas. Nana no. Nana era... una mujer de mundo!
La condesa nunca soportó la estupidez, la intromisión, la superficialidad ni la falta de tacto. Odiaba que le dijeran que estaba guapa y mucho más aún la típica frase bienintencionada de: "qué delgada estás". Odiaba que la gente las comparara a ella y a Nana, y pusieran cara de lástima en plan "pena que saliera al padre, con lo preciosa que tú eres". Para Ali, Nana era la más inteligente y hermosa criatura sobre la tierra. Lo tenía tan claro que Nana, un poco regordeta, con la nariz ligeramente ganchuda y su voz nasal, siempre ha resultado arrebatadora e interesantísima. Lo es. Ambas fueron siempre de esas personas que preguntan "qué tal estás" en serio, y no como frase hecha. Ambas fueron siempre de esas personas capaces de poner a quien fuera en su sitio sin alzar la voz. Podían ser de una crueldad refinada si alguien las ofendía. Siempre me encantó su refinamiento. Incluso cuando era cruel. Sobre todo entonces.
Hace algunos años, en algún momento, Ali decidió que si podía deshacer los nudos de cualquier espalda, podía deshacer los suyos. Y lo hizo. Jamás perdió su aire de condesa (me temo que eso era innato en ella) pero se transformó en una ermitaña hippie. Huyó de la ciudad, de los lloriqueos de su madre (al padre le había tachado hace tiempo) y se instaló en una caravana, en el campo. Vivía rodeada de perros recogidos de la calle, con un loro de malas pulgas, sus labores de costura y sus libros. Lo llamativo del asunto es que seguía siendo la jodida condesa de París con quince kilos más, sin maquillaje, en pareo y sandalias, con el pelo recogido y sus gafas de pasta colgando del cuello. Decía que el mundo la aburría, que la gente la molestaba. Se propuso vivir a su manera, en su pequeño universo. Y lo hizo.
En los últimos años sólo la vi un par de veces. Aun en la distancia, siempre la quise y la recordé. La sabía feliz en su parcela privada y eso me bastaba. Soy de esas personas que sabe querer a distancia. No me ofende que alguien desaparezca sin más. Nunca pido explicaciones, porque no me gusta darlas.
A los dieciocho tuve una crisis aparatosa y melodramática. Vivía en ansiedad constante, fantaseando con la muerte, bloqueada, pasando de la euforia a la desolación. Llegué a temer por mi salud mental. Solía llamarla, y ella (que tenía a su Nana estudiando lejos) me recibía siempre con un café (ella prefería el té) y una sonrisa. Me dijo una vez que yo era excepcional, y que si fuera mi madre estaría rotundamente orgullosa de mí. No lo olvidé ni creo que lo haga.
Me he enterado hoy de que Ali ha muerto. Tenía 60 años y, por lo visto, cáncer. Uno de esos cabrones, silenciosos y fulminantes. No se lo dijeron, pero nunca fue la niña bien tontita que a veces disfrutaba aparentando ser. Ya había hecho planes para comprarse una peluca elegante, y, cuando no pudo caminar sin ayuda, declaró que pensaba morirse, porque aquello no era plan. Así que se murió. Llevaba mucho tiempo haciendo lo que le daba la gana. De esto hace siete meses, pero acabo de saberlo. Detestaba tanto la impertinencia de los móviles que siempre lo tenía apagado. Ni su marido ni Nana sabían cuál era su clave, así que, cuando Ali se fue apenas pudieron avisar a unos pocos. Es igual, no importa. A los once años decidí que la convertiría en un personaje. Ahora sé que, por desgracia, ya no podrá leer cuánto significó en mi vida, pero pienso hacerlo de todos modos. Me habría gustado que llegara a ser la insólita y bella anciana que sin duda habría sido. Pero claro... se trataba de Ali. Progre, roja, hippie tardía, pero toda una condesa de París. Creo que jamás habría tolerado una peluca hortera, ni mucho menos incordiar a nadie. Era una dama. Y una dama siempre sabe cuándo debe abandonar la fiesta.